Las primeras referencias escritas sobre los pueblos que habitaban en la Península Ibérica vendrán dadas por exploradores, que llegados a nuestras tierras, desde el mediterráneo oriental, mantendrán contactos con los habitantes de la fachada mediterránea, donde desemboca el Ebro, Iber o Iberus. Gracias a estos contactos podemos entender las referencias geográficas del S. V a.C., donde se atribuía a los iberos el poblamiento de las costas que habría entre los ríos Ródano y Guadalquivir. Esta nomenclatura se prolongará por lo menos hasta el S. II a.C., donde disponemos de la información del griego Polibio, que estuvo en la Península Ibérica, afirmando que «la parte que está hacia nosotros hasta las Columnas de Hércules (Estrecho de Gibraltar), se denomina Iberia, y la que da al Mar Exterior (Atlántico) no tiene nombre común a toda ella». Pero a partir de entonces, y en un proceso largo, los autores griegos irán generalizando en un proceso que terminará con la denominación de Iberia para todo el conjunto de la Península.

Mediante la utilización de estas fuentes escritas y añadiendo los testimonios arqueológicos, podemos hacernos una visión amplia sobre los pueblos y habitantes de la Península Ibérica antes de la llegada de Roma.
La hispania en tiempos de los Iberos era, pues, un conjunto de pequeños países generalmente enfrentados entre sí y que se daban la espalda unos a otros, preocupados sólo en mantener intactos sus límites territoriales y de los que encontramos referencias escritas, bien sea en su propia lengua de momento de difícil interpretación, o bien, por los autores griegos y latinos. Siendo los primeros generalmente geógrafos y los segundos historiadores.

Los primeros historiadores y geógrafos nos dan docenas de nombres de pueblos diferentes resultando, a menudo, una información contradictoria. Así, el estudio de los pueblos íberos se convierte en una confusa lista de nombres de naciones y tribus.
A todo ello hay que añadir el problema de su localización geográfica, ya que, cuando se intenta distribuir esos pueblos por el mapa se plantea la dificultad de definir sus fronteras. Por norma, se admite que tales límites fronterizos tenían que coincidir con accidentes geográficos naturales que suponen barreras (como los cauces de los ríos o las cordilleras montañosas). Los nombres de las ciudades, que los antiguos historiadores atribuían a las distintas naciones, ayudan también a estimar la extensión del territorio que éstas ocupaban. Por fortuna, muchos de los antiguos nombres indígenas pueden reconocerse en los actuales.

Siguiendo el criterio de localización geográfica, anteriormente mencionado, podemos ubicar la cultura Ibera en la zona comprendida entre la baja Andalucía, el Levante, hasta el sur de Francia, penetrando por la Meseta suroriental y por el valle del Ebro.
Dentro de esta localización geográfica encontramos una cultura unificada que se extendería desde Andalucía hasta el Pirineo; en el interior sus límites vienen marcados por Sierra Morena, Cordillera Ibérica, la región catalana hasta el Segre y parte de Aragón. Pero esta unidad geográfica es también relativa, ya que el sustrato común se había diversificado como consecuencia de múltiples causas (colonización de grupos mediterráneos, aportación masiva de Tartesos y mastienos, libiofenicios…).
Por este motivo, podemos considerar a los pueblos y tribus iberas como una fusión del sustrato autóctono neolítico, y aún anterior, junto con las aportaciones de las distintas oleadas de colonizaciones (fenicias, griegas, cartaginesas) y las mezclas y los intercambios con los pueblos celtas, también de raíz indoeuropea, como los anteriores. Estas tribus iberas alcanzaron cierta madurez ya en el S. VII a.C.

Autor: Jose Mª Maestre Domínguez.
Fotos:
Ciudadela Ibérica (24)
Ciudadela Ibérica (71)